jueves, 28 de octubre de 2010

ATLAS

No era mi intención negarle un beso, no soy así, solo quería preguntarle si se acordaba de mí. Quería darle una sorpresa. Quería ver cómo su rostro se iluminaba cuando alguien que, a comparación de los demás, aún la recuerda. Lamentablemente le dije ¡NO! Mientras ella, cariñosamente, me servía su cachete.

Me imagino que recrudecí un rechazo que le era muy familiar, un rechazo que está resaltado con amarillo en alguna página del libro de su vida. Rápidamente bajo la mirada, su filudo cuerpo, de pronto, se contrajo. Me di cuenta que la había herido, solo atiné a sentarme a su lado, sin palabras, por temor a volver a herirla. Me tragué la sorpresa, eché todo a perder. Quería irme pero no podía, no quería dejarla sola, quería explicarle todo para poder empezar de nuevo. No sé cuánto tiempo estuvimos sentados, creo que décadas, sin decirnos ni pío.

Afuera la música no paraba, la gente seguía llegando. De pronto, ella se animó a romper el silencio diciendo me duele la cabeza. Aquellas palabras tenían un tremendo peso que ni el mismo Atlas hubiese podido aguantar. Mientras yo buscaba mi gorra para irme prendió un incienso, como cuando lo hicimos la primera vez, luego miró la foto de su hija que tenía en la pantalla de su celular. Me acerqué a la puerta, nos miramos y con una sonrisa yo mismo me dije chau.

domingo, 3 de octubre de 2010

LENGUA DE GATO

El día que recibí a Fausto y Jaime en la terminal de buses, me sorprendieron porque llegaron con un tal Marco, un amigo de ellos, que nunca lo había visto en el pueblo. Después de tiempo volvíamos a vernos y ahora en la capital. Llegaron con la idea de cambiar sus vidas de bohemios, por no decir de vagos y borrachos
-de vivir para no vivirla-.

Y aquí me tenían, para ayudarlos.
Se les veía convencidos de cambiar a pesar de no tener donde quedarse, mucho menos dinero.

Los acomodé en el pequeño almacén de la tienda de mi padre. Camino a la tienda me contaban de los cambios sucedidos en el pueblo como el número de familias que siguieron la diáspora a la capital.

En la capital se comentaba de viajes interoceánicos en avión, el barco había sido relegado para animales y carga. Cada día llegaban más provincianos a la capital en busca de un futuro mejor. La mayoría quería que sus hijos sean alguien en la vida, que estudien una de las tantas carreras como educación, medicina, derecho, etc. En una de las pocas universidades que recién abrían sus puertas. Pero si querías trabajar podías hacerlo tranquilamente, había para todos y todos vinieron.

Los llevé a dar un recorrido por el centro y lugares aledaños, por momentos, recordábamos cuando éramos niños en el pueblo y salíamos a buscarnos de casa en casa para salir a jugar en la plaza de armas.

Los acomodé en el almacén hasta que consiguieran trabajo, lo cual sería cuestión de días. Por lo pronto, estábamos en verano y aprovechamos para ir a la playa donde la gente usa ropa especial para entrar al mar, y de paso podíamos ver a mujeres en paños menores. En las noches en el almacén, sacaban los colchones (lengua de gato) y armaban el “campamento” y fiel a su estilo mientras esperaban que el trabajo llegara, se iban a tomar cualquier brebaje por el centro. Hasta que un viernes en la tarde llegó Fausto medio preocupado y nervioso, le preguntamos que le había pasado y nos dijo -empiezo el lunes en una fábrica textil- lo felicitamos y brindamos, ahora solo faltaba Jaime y Marco seria cuestión de días. Esto era el primer peldaño en la escalera del cambio.

El lunes a las 7:00 am Fausto se levantó, enrolló su colchón y de pronto Marco (el desconocido) que estaba durmiendo al lado suyo lo miró y con los ojos entre abiertos y pegados por la legaña le preguntó:

-¿Adónde vas?
-¡a trabajar!
Marco se volvió a tapar y dándole la espalda le dijo
-¿Y con este solazo vas a trabajar?-

Fausto miró la luz del sol que se filtraba por las rendijas de la puerta del almacén, armó de nuevo su colchón y se volvió a acostar. En la capital la gente ya había despertado, mientras ellos, seguían soñando.