El Caronte del siglo XXI no usa una enclenque y
pasiva barca como medio de transporte para trasladar almas al reino de las
sombras. Hoy en día Caronte es un diestro chofer de un enorme y cómodo bus que
aparece a la carrera y con marcada prepotencia al término de la vida.
El alma en su nuevo papel de pasajero: ocupa sin
argumento un tenebroso paradero junto a otras más. Se amontonan, sin
intercambiar palabras ni miradas, bajo un silencio extraño a la espera del
bus que los llevará a la sala del juicio justo, en un servicio de primera.
Los pasajeros reaccionan cuando, a lo lejos, las
luces altas del bus encienden el nuboso horizonte, no se alteran por abordarlo;
el chofer tiene órdenes estrictas de llevarlos a todos.
El viaje es profundamente silencioso, como si
fuera el último servicio de la noche, pero a la vez, se vuelve largo, angustiante
y sombrío. No hay recuerdos que repasar, no hay indicios de un pasado latente;
los pasajeros viajan vacíos. Durante el recorrido muchos continúan subiendo, pero ninguno se
anuncia para la próxima parada.
Cada cierto tiempo Caronte rompe el silencio del
viaje para recabar las monedas que traen los pasajeros, estos, extendiendo sus
temblorosas manos, le entregan todas las que llevan consigo. Los ojos se le llenan
de vida al recibir las brillosas monedas, pero si no son de su agrado exige más
con mucha vehemencia y justo derecho. Los resignados pasajeros le ruegan piedad
y misericordia; saben que no traen más y que no hay vuelta atrás. Caronte los
observa fría y detenidamente, deja pasar el tiempo: quizás segundos, quizás
siglos, lo necesario como para retratar sus temerosos rostros en su memoria y
seguir con su propósito.
A este ineludible transporte que no discrimina ni
descansa, que pasea indefinidamente por una ruta siniestra y que defiende una
tarifa mortal: suben todos y ninguno baja, sin antes haber pagado su cuenta.
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