Ambos locales comparten la cuadra cinco de comandante Espinar y el
mismo rubro: comida rápida y diversas bebidas; uno es más grande que el otro e
intercambian los mismos comensales entre sí para llevar la fiesta en paz; sus
horas pico empiezan en la noche y terminan en la madrugada.
Ambos locales sirven de parada a parejas apuradas o que van rumbo al
apuro, al grupo de amigos que al oler las humeantes hamburguesas pierden el
rumbo, a motociclistas disfrazados de malos que caen en patota para tomar unas
rubias, a borrachos pudientes que caen al amanecer buscando calmar la bajada, a
incógnitas familias que ordenan y sacian su hambre (tamaño familiar) desde la
comodidad y oscuridad de sus autos.
Ambos locales han perdido un plato fuerte que no figuraba en sus
cartas, pero sí en alguna de sus mesas. Un plus, que sin querer, les salía muy
a cuenta. Una apreciable pérdida que ninguna estrategia de mercado podrá
devolverles el diferencial que poseían y compartían ambos locales hasta ese
entonces: Antonio Cisneros.
No era extraño llegar y encontrarlo sentado conversando con
desconocidos que se volvían sus conocidos por una noche y punto. Increíblemente
pedía permiso para acompañarte en la mesa, no discriminaba entre grupo grande o
pequeño, él iba no más. Algunos se asustaban y comían más rápido para terminar
su plato e irse sin entender o entenderlo, otros lo aceptaban o invitaban a
sentarse para empezar la noche. Es que podías llenar los cajones del alma
conversando con él.
Tuve la suerte (más mía que suya) de ser interrumpido una noche por su
presencia en el Pits y tuve la mala suerte de despertar una mañana con la negra
noticia de que ya nos había dejado. Ambos locales reconocen que tienen y
tendrán muchos clientes, pero uno solo era el poeta disfrazado de cliente.
Hasta siempre poeta.
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