martes, 27 de abril de 2010

HANGBAR

…ese día regresé a mi casa en la 36 y me senté al lado del chofer. Me bajé en el paradero de Córpac, justo donde hay un grifo y ni bien piedereché distinguí a lo lejos a una manchita de gente joven, de corte libre-pensador. Muchos de ellos estaban parados en la vereda, desbordándose unos cuantos sobre la pista. Me fui acercando al núcleo cuando me di con la sorpresa de que estaban regalando cervezas dentro de la tienda del mismo grifo. En una me apunté y, como la manera más fácil de hacer amigos es con tragos, me pegué a un grupo. Dentro de la manchita reconocí a un amigo, lo saludé y conversamos como si no nos hubiéramos dejado de ver en toda la vida.

La cantidad de gente iba aumentando en proporciones geométricas tanto así que los carros ya ni podían avanzar. En eso aparece un par de policías, que empezaron a echar agua sobre la diversión. Hicieron tanta chilla que la gente empezó a quitarse. De pronto llega un carro de caudales (Hermes). Con mi manchita y todo me subí adentro. Allí encontramos tres mesas con chelas serviditas. Sin pensarlo ni una vez nos sentamos y empezamos a chupar mientras el carro nos paseaba por sabe Dios. Rato después se detuvo: un lugar descampado, como chacras. Nos bajamos y caminamos con dirección a una casa de un solo piso que estaba en medio del huerto. Tocamos la puerta y nos abrió un señor muy amable. Le preguntamos dónde estábamos… Él nos hizo pasar. Su casa era muy humilde, pero espaciosa (y cuando digo espaciosa es porque en verdad era espaciosa).

Atravesamos la sala, cuartos, comedores, uno tras otro, todo a través de un pasillo larguísimo como la parte de la pesadilla de Poltergeist. Al final (¿final?) llegamos a una especie de tendedero con un jardincito al costado con una puerta en el medio con una manija justo al centro. Pregunté al dueño qué hacía con una puerta en medio de un jardín. Él nos contó que aquella puerta conectaba a través de un túnel de 30km a Hangbar, un viejo restaurante cuya particularidad residía en que contaba con camas. Esa idea alteró mi tranquilidad; es decir, me inquietó, me perturbó y me aturdió. Quería llegar a ese lugar como sea.

Terminada la exhibición, regresamos todos al tren/casa. Ni un segundo dejé de pensar en el túnel de 30km ni en el restaurante, así que como quien va a fumarse un pucho, salí a perderme por el jardín. Llegué. Tuve frente a mis ojos la puerta y no dudé en jalar el pestillo para entrar.

Recuerdo que había unas escaleras en forma de caracol hacia abajo, pero la luz del día entraba e iluminaba así que no sentí miedo. Bajé hasta llegar al piso que me llevaba al infinito. Caminé con mucha tranquilidad ya que mi mente se concentraba en llegar a ese restaurante con camas.

70 kilos de músculos ejercitados más tarde y llegué a la salida del túnel. En las afueras había una colina y sobre ésta una especie de terraza. A lo lejos escuché la bulla de la gente, había llegado: era el restaurante.

Empecé a escalar por la colina hasta llegar a las barandas. Trepé y salté. Llegué a entrar al restaurante que muchos años atrás había estado de moda, pero que en la realidad estaba cerrado (¿o será que el túnel me retrocedió en el tiempo? ¿30km? ¿ph?).

Me encontré con gente de toda calaña, familias enteras, niños gritando, otros que no querían comer, jóvenes emparejados y varios subgéneros más. Los mozos iban corriendo de un lado a otro. Yo fui de cabo a rabo buena parte del restaurante. Tenía un comedor gigante, muy lujoso como el salón dorado del palacio de gobierno. También tenía una barra de alguna madera finísima con sillas vanguardistas (¡qué lujo!) Al final encontré una especie de entrada protegida por una cortina de color blanco humo. Al parecer todos los comensales después de almorzar entraban a esa gran habitación y se echaban en los camarotes, tranquilamente, como si nada.

Eso me sacó de cuadro; no lo podía creer. En medio de mi estupor se me acercó un tipo. Me hizo unas preguntas que no supe qué responderle y me sacó del restaurante. Afuera y con el culo frío quise volver a entrar como sea, pensé en regresar por el túnel y dejar el tema saldado, pero no. Había algo más en su interior que me decía “quédate un rato más” y lo hice.

Caminé por los alrededores del restaurante y de pronto una tipa de cabello negro y de pantalón azul desde arriba me preguntó si sabía borrar archivos de computadora. Le dije que sí y me hizo pasar. Mientras me conducía al cuarto donde estaba la máquina a tratar me iba explicando cuál era el problema. Yo la seguí con mi cuerpo, pero mi vista se perdía en los alrededores, hasta que después de subir las escaleras de caracol llegamos a un cuarto. La tipa abrió la puerta. El interior tenía las paredes color crema y una cama de dos plazas destendida. Le pregunté dónde estaba la computadora y ella me dio la espalda mientras se desabotonaba la blusa que tenía puesta. Retrocedí un poco, me asustó. Luego ella volteó y sacó un guante mojado de su bolsillo. Qué es eso le dije. Es para nosotros. ¿Qué?, respondí. De pronto escuché unas risas que venían de la cama moví las sábanas y había dos tipos flacos con nada más que medias blancas, echados y que no dejaban de reírse. Miré a la tipa que se me acercaba lentamente diciendo que lo de la computadora era una farsa porque ella sabía que yo quería entrar al restaurante como sea. Me quedé helado mirándola. Los tipos de la cama se levantaron y se fueron. A los pocos segundos alguien tocó la puerta gritando ¡salgan de ahí! Abrí la puerta (en automático). Era una tía gorda con pinta de cocinera que me recriminaba que qué hacía allí con su hija en el cuarto. Eso es lo que me preguntó yo, respondí. De pronto las paredes empezaron a temblar, las ventanas ¡Era un temblor, la mierda! La gente se alocó. La tipa en vez de correr debajo de la puerta empezó a abrocharse la blusa. Como buen cristiano, abracé a la tía y la jalé debajo de la puerta. Todos entraron en pánico. Unos gritaban el fin del mundo, mi hijo, mis joyas. La señora empezó a llorar. Le dije que el último gran terremoto solo había durado 50 segundos. Ella se olvidó del pánico y mirándome respondió: van 90 segundos.

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